Ya es evidente el hecho de que en América Latina las cárceles no funcionan como deberían. Los crecientes niveles de pobreza y marginalidad, sumados a penas cada vez más duras en pro de reprimir la ascendente tasa de criminalidad fruto de los factores anteriores, lleva a un explosivo resultado de cárceles superpobladas, donde los derechos humanos están en un gran paréntesis. Uruguay no es ajeno a esta situación.
Mientras expertos en criminología señalan que el derecho penal es el último recurso para combatir el crimen, la demagogia lo ha convertido en el primero, con penas señaladas por amnistía internacional como ridículamente altas en relación a la causa de encarcelamiento. Si bien el objetivo teórico de una cárcel es rehabilitar al recluso para reinsertarlo en la sociedad, es comunmente conocida como la "escuela de delincuencia".
La crisis carcelaria es una situación que no puede seguir ignorándose por más tiempo. Es necesario dejar de hacinar y torturar reclusos como forma de bizarra "venganza" por sus actos y redactar un nuevo código penal, moderno y coherente, que realmente apunte a reinsertar a un delincuente a la sociedad a través de un tiempo moderado de prisión, trabajo comunitario y estudio.